Jilotzingo
Tengo algunos recuerdos muy claros de mi niñez en Santa Ana Jilotzingo, Toluca. Allá vivía uno de mis tíos y a veces íbamos a visitarlo. Él era cura en esa comunidad y siempre me contaba cosas asombrosas, por eso me gustaba ir a visitarlo.
Recuerdo que en aquellos tiempos acostumbraban desenterrar a los muertos de los panteones y una vez vacíos, construían ahí una Iglesia y la casa cural donde vivirían los padres. Ambas construcciones se conectaban por un túnel largo donde acostumbraban poner estatuas e imágenes de santos y vírgenes.
Y así fue el caso de mi tío, le asignaron una iglesia en la comunidad y se instaló en ella durante muchos años. No todo fue bueno en aquel lugar, pues contaba que ya cuatro acólitos supuestamente alcohólicos, habían muerto de la misma forma trágica, pues subieron al campanario, se colocaron en la misma orilla y perdieron el equilibrio, al caer murieron de inmediato.
También recuerdo que debido a la obscura historia del terreno donde estaba ubicada la iglesia, era común sentir mucho frío aunque hubiera sol y a veces una energía negativa muy fuerte podía ser percibida. En ese entonces, cuando tenía siete años, mi mamá cocinaba para todos y siempre que estaba lista la comida, me mandaba a avisarle a mi tío que ya fuera a comer. En ocasiones, él sólo estaba en la planta alta de la casa pero cuando estaba en la iglesia, sabía que tenía que ir hasta allá a avisarle. Por eso cuando mi mamá me decía que estaba en la iglesia, mi cuerpo comenzaba a sentir frío y a temblar, pues eso significaba tener que pasar por aquel largo pasillo. Lo que hacía cuando eso sucedía, era poner mis manos una sobre otra a la altura de mi pecho y trataba de a travesar lo más rápido posible todo el camino y aunque me apresuraba, siempre me parecía eterno el trayecto. Podía ver las estatuas de las vírgenes y santos colocadas a los lados, todas desgastadas por el paso del tiempo y la humedad, podía sentir que me seguían con su mirada hasta que abandonaba el túnel. Eso me aterraba. Ahora pienso que tal vez no eran ellos los que me miraban sino algunos otros seres. Al salir del túnel recuerdo que estaba una virgen toda descarapelada de la cara, esa me daba aún más pánico, tenía sobre la cabeza un velo roído y la gente se negaba a restaurarla, pues pensaban que eso le quitaría el sentido católico que la caracterizaba. Así que al verla, sólo cerraba los ojos y corría hacia el atrio para hablar con mi tío. Transcurrieron varios años con la misma rutina.
En otra ocasión sucedió que yo caminaba al lado de una de mis tías, estábamos atravesando el patio de la iglesia. Ya había anochecido y comenzamos a escuchar rasguños en las puertas de los baños que servían para los visitantes. Mi tío tenía unos perros que cuidaban la casa, a veces los dejaba sueltos y les gustaba por el patio, por eso atribuí a que los habían encerrado en los baños mientras nosotros pasábamos. Mi tía de pronto me dijo que nos apresuráramos a llegar a la casa y ya estando ahí le cuestioné del porqué habíamos corrido, a lo que ella me comentó sobre los rasguños que se escucharon y yo le dije que habían sido los perros, ella aún exaltada me dijo que no, pues los perros no habían bajado de la azotea en todo el día porque estaba toda la familia. Esa noche sólo sentí como se erizaba mi cuerpo y no pude dormir por estar pensando en qué era lo que nos había acechado.
Tiempo después, tuve otro suceso que tengo muy presente, fue cuando pasamos un año nuevo con mi tío. Esa noche festejamos con una cena y mi tío fue a recibir el año nuevo a su iglesia. Mis papás, mi hermana y yo nos quedamos en la casa continuando con el festejo. La noche transcurría con tranquilidad mientras esperábamos a que regresara mi tío. Fue hasta la media noche cuando escuchamos cristales que se rompían con fuerza, ese sonido me hizo saltar varias veces haciendo que mi cuerpo se erizara. Pregunté a mi papá qué era lo que sucedía, mi hermana continuó preguntando lo mismo insistentemente y papá sólo decía que no pasaba nada. Mi mamá también se veía espantada, era como si ellos rodearan la casa y al mismo tiempo rompían los cristales. Ella le hizo la misma pregunta a mi papá y entonces él finalmente respondió – Son los muertos, son los muertos. Ya tranquilícense –era una realidad que no podíamos tranquilizarnos, parecía ser una pesadilla. Mi hermana luego de unos segundos, atinó por ir a buscar a mi tío para que nos protegiera. Entonces intentó abrir la puerta que la llevaría a la iglesia aunque fue inútil, esta no se abría por más intentos que hizo. Cuestionó a mi papá sobre el porqué y él con serenidad respondió que simplemente lo que estaba afuera no querían que saliéramos, nos querían adentro. Más tarde llegó mi tío y todo volvió a la tranquilidad aunque mi hermana y yo seguimos invadidas de miedo por varias horas, dormitamos a ratos pero a las cinco de la mañana convencimos a mi papá para huir de ahí. Desde ese entonces nunca más volvimos a visitar a mi tío.