Exorcismo en el seminario
El retumbar del timbre, hizo que me levantara de la cama, observando alrededor mi cuarto blanco, con mi escritorio y la pequeña biblioteca privada que había creado para dejar escapar mi mente. El frío, de aquel día de noviembre, calaba hasta los huesos, aún con la chamarra más gruesa que tenía en aquel pequeño clóset, evitaba sentir la temperatura fría. Al salir era un pasillo donde se encontraban todos los dormitorios hundidos en una oscuridad, y solo donde la imagen de la Virgen de Fátima en el fondo y las luces debajo de la puerta de cada habitación se dejaba ver. Mi cuarto era el primero, donde a la izquierda de éste, se encontraba una pequeña sala, donde daban confesiones o pláticas con los sacerdotes y la capilla dedicada a la Virgen y donde se dejaba expuesto el Santísimo.
Al momento de salir de mi cuarto, apagué la luz y el radio donde escuchaba “Querida”, en voz del mismo Divo de Juárez, atendiendo al llamado del timbre y del constante toque a la puerta del seminario, pareciendo que la iban a tumbar por semejante fuerza que le imprimían a cada toque.
Como era mi turno, no tenía pretextos para no abrir a tan altas horas de la noche, mientras los demás compañeros seminaristas estaban dormidos, rezaban o acaban de finalizar sus trabajos en su cuarto, ya que a esa hora no se permitía salir más que al baño, o al encargado de tomar el teléfono o abrir la puerta, dependiendo el caso, y donde esa noche sólo estaba el hermano Adrián y los padres mayores, ya que los demás sacerdotes se encontraban en el D.F. en retiro espiritual.
Salí atender mi responsabilidad, pero primero pasé por la capilla, persignándome y dedicando una pequeña oración, como si mi mente o cuerpo presintiera lo que iba a suceder o sólo sentía como el frío aumentaba, dirigiéndome a la puerta que estaba a nada de tumbarse, acompañado de la lluvia que empezaba a presenciarse en esa noche en Guadalajara.
Al abrir la puerta, y con la ayuda del foco que alumbraba la mayor parte de la fachada, pude presenciar un hombre viejo, vestido en su totalidad de negro, nunca olvidaré ese traje negro, lentes, bufanda y sombrero color negro, su estatura imponía autoridad y eso que yo mido 1.90.
Sentía como sus ojos a través de los lentes se fijaban en mí y donde el único sonido era el respirar ronco y profundo de aquel extraño sujeto, nos quedamos observando uno al otro, como si en ese momento no existiera el tiempo, hasta que interrumpió aquel raro momento con su voz profunda, preguntando por el Padre Rafael, que tenía cita previa y que era de extremo cuidado la situación, lo único que se me ocurrió fue mover la cabeza diciendo sí e invitando a aquella figura, casi espectral, que pasara a la sala, que como dije anteriormente se encontraba al lado de mi cuarto y donde se realizaban las citas. Le di el paso a la extraña figura invitándolo a que me diera su traje y sombrero por educación, la cual negó rotundamente con una sonrisa sarcástica, entrando a la habitación.
Mientras se dirigía a la sala, me le quede viendo, sin importar la lluvia que mojaba más y más mi única chamarra buena, en ese momento, y observando como aquella figura al pasar por la capilla se burló y se encerró dentro de la sala, lo curioso es que no caminaba, sino como una levitación. Sorprendido y atónito, me dirigí a ver al padre Rafael, a través del largo pasillo que comunicaba al seminario, evitando la lluvia, no sin antes pasar por la sala y ver por el cristal de la puerta, como aquel hombre retorcía el cuello y mostraba una sonrisa casi demoniaca.
Pero no sé qué me daba más miedo, si aquel hombre solo, enfrente de la capilla de nuestra Señora o el Padre Rafael, ya que él era un sacerdote, ya de tercera edad y muy reservado, casi no hablaba y se encerraba en su cuarto o en la capilla, los únicos momentos que lo podíamos observar era en la hora de la comida, era un hombre interesante, lo único que sabíamos de él, los seminaristas, era que fue director de la biblioteca del Vaticano, así como confesor de San Juan Pablo ll, un hombre que había visto y viajado por todo el mundo y que dominaba a la perfección nueve idiomas, nada lo podía impresionar, esos pensamientos me siguieron durante todo el pasillo, donde la lluvia y el frío se tornaba más fuerte, hasta llegar a su puerta, donde di tres toques y traté de retirarme, para deshacerme de aquella situación.
Al ver que nadie respondía la puerta, pensé en ir a la sala a despedir al hombre y darle otro día para que regresara, de preferencia que no estuviera a cargo yo. Pero cuál fue mi sorpresa al momento de darle la espalda a la puerta, donde entre crujidos observé la cara del padre mirándome a la cara, y preguntando por qué había ido a su cuarto, a la cual con una voz nerviosa, le comenté sobre el sujeto que lo esperaba en la sala y que era una situación de emergencia.
Él solo oía mientras acertaba con la cabeza, de pronto y de un golpe feroz, cerró la puerta, y donde los ruidos en la habitación y como los diferentes cerrojos de la puerta del padre, se iban abriendo lentamente. El sacerdote, salió vestido con su ropa de profesión, no recuerdo el nombre de las prendas en este momento, un rosario, agua bendita y una biblia. Por un momento, pude observar el interior de la misteriosa habitación del padre, ya que solo entraba la mujer de mantenimiento a limpiar y no más de un plazo de 15 minutos, una cama y escritorio lleno de libros, así como libretas, y toda llena de imágenes de santos, la Virgen y Jesús decoraban aquella pequeña habitación, mientras el padre empezaba a poner bajo llave su guarida, de qué o quiénes las imágenes y crucifijos lo protegían, era lo que empecé a pensar.
Lentamente nos fuimos dirigiendo a la sala donde se encontraba aquel peculiar personaje, mientras el padre iba rezando, casi murmurando y en un idioma supongo que latín, hasta llegar al encuentro. Tras el cristal de la puerta, el padre Rafael observó como la figura se encontraba tirada en el suelo, salivando, yo me espanté y decidí correr por una ambulancia, pero el padre, con mucha tranquilidad me tomó del brazo y me ordenó que fuera por el hermano Adrián, asustado, mirándolo a los ojos, acepté aquel reto. Fui corriendo hasta al cuarto del hermano, teniendo que pasar entre el amplio jardín y la lluvia, tocando de manera violenta, abrió la puerta, retrocediendo por el golpe que casi le suelto en la cabeza al no poder controlar mi brazo al momento de abrir la puerta. Preocupado, el hermano, me dijo que explicara la situación, acto que realicé, apurándose se puso su ropa y nos fuimos corriendo aquella sala que se volvió un infierno.
Llegando, observamos como el Padre Rafael tenia parado aquel sujeto, logrando que se despojara de sus lentes, sombrero y bufanda, donde pude apreciar rasguños en el cuello y en la calva de aquel sujeto, mientras la mano del padre estaba sobre la mano de aquel, me atrevo a decir, espectro, que tenía los ojos en blanco, mientras el padre y él recitaban versos en latín.
Horrorizado, presencia aquel infierno en el seminario, el hermano se percató de ello, me bendijo y me pidió que me encerrara en mi cuarto, sin pensarlo lo hice observando por ultimo como el hermano entraba a la habitación.
Paralizado por el miedo, me quedé en el pasillo no queriendo voltear ya más hacia atrás, empezaron a escucharse ruidos más intensos, así como rezos, groserías más en alto y gritos, alternando el idioma latín y español, tanto eran esos ruidos que los demás seminaristas salieron al pasillo, donde me observaron derribado y totalmente pálido, sólo preguntaba qué sucedía, pero yo guardaba silencio, el hermano salió de la habitación al escuchar a los demás y nos pidió calma, mientras se hacía más evidente la presencia de un ser demoniaco que pronunciaba repetitivamente “Hunc ego non ascendo ad infernum” (eso creo y que luego me explicaron era “no voy a regresar al infierno”), así como un nombre que no recuerdo, nos encerró en el pasillo y regresó a su labor.
Después de un tiempo, que se hizo eterno, regresaron el padre y el hermano, sudando y con un poco de sangre en su ropa, diciéndonos que nos fuéramos tranquilos. Con una bendición y sudando frío, nos fuimos a dormir cada quien a su habitación, sin preguntar lo que había sucedido, yo creo que sólo pude pegar el ojo por lo cansado que me sentía en ese momento, sin saber qué había ocurrido con aquel sujeto. A los dos días llegaron los padres en la mañana, pero en la tarde me mandaron hablar enfrente de todos ellos, dando los hechos que pude presenciar, al finalizar sólo sonrieron, me felicitaron por valiente y me dieron un rosario para que me protegiera, un tema que no se habló ni nada hasta ahora que lo escribo y donde nadie sabe exactamente qué sucedió en aquella sala, que constantemente era bendecida a partir de ese día.
Lo curioso, es que dos semanas después se celebró un funeral en la capilla del seminario, fue curioso ver al mismo sujeto, dentro del ataúd, ya no con una sonrisa endemoniada, sino de paz, y donde el padre Rafael se acercó a mí diciéndome que él ya estaba tranquilo y que me pedía disculpas por haberme asustado.